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Jiddu Krishnamurti

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Jiddu Krishnamurti en español

 

El Conocimiento de Uno Mismo


14 Conferencias pronunciadas en Ojai, en 1949.

 

El Conocimiento de Uno Mismo

 

10ª Conferencia - 14 de agosto de 1949

Durante las últimas cinco semanas, hemos dilucidado la importancia del conocimiento propio, pues si uno no se conoce a sí mismo plena e integralmente, no sólo en parte, no es posible pensar rectamente ni por lo tanto actuar como es debido. Sin conocimiento propio no puede haber acción completa, integrada. Sólo puede haber acción parcial si no hay conocimiento propio; y como la acción parcial conduce invariablemente al conflicto y al infortunio, resulta importante, para los que en verdad quisieran comprender los problemas de la vida completamente, que comprendan el problema de la convivencia - no sólo la relación con uno o con dos sino con el todo, que es la sociedad. 

 

Para comprender este problema de la interrelación, debemos comprendernos a nosotros mismos; y comprendernos a nosotros mismos es acción, no retiro de la acción. Sólo hay acción cuando comprendemos la interrelación - no sólo la relación con las personas y las ideas, sino con las cosas, con la naturaleza. La acción, pues, es interrelación con respecto a las cosas, a los bienes, a la naturaleza, a las personas y a las ideas. Sin la comprensión de todo ese proceso que llamamos vida, ésta tiene que ser contradictoria, dolorosa, un conflicto constante. Para comprender, pues, este proceso de la vida, que somos nosotros, tenemos que comprender toda la significación de nuestros pensamientos y sentimientos; y es por eso que hemos estado discutiendo la importancia del conocimiento propio. 

 

Tal vez algunos de nosotros hayamos leído unos pocos libros de psicología y tengamos cierto conocimiento superficial de frases psicoanalíticas; pero me temo que el mero conocimiento superficial no sea suficiente. La expresión verbal de un entendimiento que proviene del mero saber, del mero estudio, no es suficiente. Lo importante es comprendernos a nosotros mismos en la interrelación; y ésta no es estática, está en constante movimiento. Para seguir esa interrelación, por lo tanto, no debe haber fijación en una idea. La mayoría de nosotros somos esclavos de las ideas. 

 

Somos ideas. Somos un manojo de ideas. Las ideas informan nuestros actos y condicionan toda nuestra perspectiva. De modo que las ideas informan nuestras relaciones. Esa regulación de la convivencia por una idea impide que se comprenda la interrelación. Para nosotros la idea es muy importante, extraordinariamente significativa. Vosotros tenéis vuestras ideas, y yo tengo las mías, y estamos en conflicto constante sobre ideas, ya sean políticas, religiosas o de otra índole, cada una en oposición a las demás. Las ideas invariablemente crean oposición, porque son el resultado de las sensaciones; y mientras nuestra interrelación esté condicionada por las sensaciones, por la idea, no se comprenderá esa interrelación. En consecuencia, las ideas impiden la acción. Las ideas no promueven la acción; la limitan, cosa que vemos en la vida diaria.

 

Así, pues, ¿es posible que haya acción sin idea? ¿Podemos actuar sin ideación previa? Sabemos, en efecto, cómo las ideas separan a las personas; ideas que son creencias, prejuicios, sensaciones, opiniones políticas o religiosas. Ellas dividen a los hombres y despedazan al mundo en la actualidad. El cultivo del intelecto se ha convertido en el factor predominante, y nuestro intelecto guía e informa nuestra acción. ¿Es posible, pues, actuar sin ideas? 

 

Sí actuamos sin ideas cuando el problema es realmente intenso, muy profundo, cuando exige toda nuestra atención. Puede que tratemos de ajustar el acto a una idea; pero si penetramos el problema, si procuramos realmente comprender el problema mismo, empezaremos a descartar la idea, el prejuicio, el punto de vista particular, y encararemos el problema de un modo nuevo. Esto es ciertamente lo que hacemos cuando tenemos un problema: tratamos de resolverlo conforme a una idea determinada, o con sujeción a tal o cual resultado, etc. Cuando el problema no puede resolverse de ese modo, entonces echamos a un lado todas las ideas, abandonamos nuestras ideas y, por lo tanto, abordamos el problema de un modo nuevo, con una mente serena. Esto lo hacemos inconscientemente. 

 

Sin duda es eso lo que ocurre, ¿verdad? Cuando tenéis un problema os preocupáis por él. Queréis que de ese problema resulte algo en particular, o interpretáis el problema de acuerdo a determinadas ideas. Pasáis por todo ese proceso, y sin embargo el problema no se resuelve. De ahí que la mente, al fatigarse, deje de pensar acerca del problema. Entonces está quieta, aliviada; el problema no le preocupa. Y de pronto, como sucede a menudo, la solución del problema se percibe inmediatamente, surge una insinuación con respecto a dicho problema.

 

No hay duda, pues, de que la acción no estriba en ajustarse a una idea determinada. En ese caso es sólo una continuación del pensamiento; no es acción. ¿Y acaso no podemos vivir sin ajustar la acción a una idea? Porque las ideas continúan; y si ajustamos la acción a una idea, damos continuidad a la acción, y por lo tanto hay identificación del “yo” con la acción: yo y “mi” acción. De ahí que la ideación fortalezca el “yo”, origen de todo conflicto y miseria.

 

La inmortalidad no es, por cierto, una idea. Es algo que está más allá de la ideación, del pensamiento, más allá de ese has de recuerdos que constituye el “yo”. Y sólo hay vivencia de ese estado cuando cesa la ideación, cuando el proceso del pensamiento se detiene. La vivencia de aquello que llamamos lo inmortal, del estado atemporal, no es producto del pensamiento: porque el pensamiento es simple continuación de la memoria, la respuesta de la memoria; y la vivencia de ese estado extraordinario sólo puede surgir con la comprensión del “yo”, no tratando de alcanzar dicho estado, porque eso sería un simple intento de experimentar algo que uno mismo proyecta, y que, por lo tanto, es irreal. Por esta razón es importante comprender el proceso íntegro, total, de nuestra conciencia, que llamamos el “yo” y “lo mío”, que sólo puede ser comprendido en la convivencia, no en el aislamiento.

 

Por eso es imperativo que aquellos que realmente desean comprender la verdad, o la realidad, o Dios, o lo que sea, capten plenamente el significado de la interrelación; porque esa es la única acción. Si la interrelación se basa en una idea, entonces no es acción. 

 

Si yo trato de circunscribir mi vida de relación, ajustarla o limitarla a una idea, cosa que casi todos hacemos, entonces eso no es acción, no hay comprensión en la convivencia. Pero si vemos que ese es un proceso falso que conduce a la ilusión, a la limitación, al conflicto, a la separación - las ideas siempre separan - entonces empezaremos a comprender directamente la interrelación, y no le impondremos un prejuicio, una condición. 

 

Entonces veremos que el amor no es un proceso de pensamiento. No podéis pensar acerca del amor. Pero la mayoría de nosotros lo hacemos, y por eso resulta mera sensación. Y si limitamos la interrelación a una idea basada en la sensación, entonces descartamos el amor, entonces llenamos nuestro corazón con las cosas de la mente. Aunque podamos sentir la sensación y llamarla amor; no es amor. El amor, por cierto, es algo que está más allá del proceso del pensamiento, pero sólo puede descubrirse comprendiendo el proceso del pensamiento en la vida de relación; no negándolo, sino percibiendo toda la significación de las modalidades de nuestra mente y de nuestra acción en la convivencia. 

 

Si podemos proseguir más hondamente, entonces veremos que la acción no está relacionada con la idea. Entonces la acción es de instante en instante; y en esa vivencia, que es recta meditación, está la inmortalidad.

 

Pregunta: ¿Qué lugar ocupa la crítica en la vida de relación? ¿Cuál es la diferencia entre critica constructiva y destructiva?

 

 

 

 

Krishnamurti: En primer lugar, ¿por qué criticamos? ¿Es con el fin de comprender? ¿O es simplemente un proceso de irritante censura? Si yo os critico, ¿acaso os comprendo? ¿Llégase a la comprensión a través del juicio crítico? Si yo deseo comprender, si yo deseo entender, no de un modo superficial sino profundo, todo el significado de mi relación con vosotros, ¿empiezo por criticaros? ¿O me doy cuenta de esa relación entre vosotros y yo observándola en silencio, no proyectando mis opiniones, críticas, juicios, identificaciones o condenaciones, sino observando calladamente lo que ocurre? ¿Y qué sucede si no critico? Uno puede dormirse, ¿no es así? Lo cual no significa que no nos durmamos cuando regañamos con insistencia. 

 

Tal vez eso se convierta en un hábito, y por hábito nos quedemos dormidos. ¿Lógrase una comprensión más amplia y más profunda de la convivencia por medio de la crítica? No importa que la crítica sea constructiva o destructiva, eso, por cierto, no viene al caso. Por lo tanto, la pregunta es ésta ¿qué estado de la mente y del corazón se necesita para comprender la convivencia? ¿Cuál es el proceso de la comprensión? ¿Cómo comprendemos algo? ¿Cómo comprendéis a vuestro hijo, si él os interesa? Lo observáis, ¿no es cierto? Lo observáis cuando juega; lo estudiáis en sus diferentes estados de ánimo; no proyectáis vuestras opiniones sobre él. No decís que él debe ser esto o aquello. Estáis activamente vigilantes, activamente perceptivos, ¿no es así? Entonces, tal vez, empezaréis a comprender al niño. Pero si criticáis constantemente, si inyectáis en todo instante vuestra propia personalidad, vuestra idiosincrasia, vuestras opiniones, decidiendo cómo debe ser o no debe ser el niño, y todo lo demás, es obvio que erigís una barrera en vuestra relación con él. 

 

Pero, por desgracia, casi todos criticamos para dirigir, para intervenir; y nos produce cierto placer, cierta satisfacción, el dar forma a algo, a vuestra relación con vuestro esposo, con vuestro hijo, o con quien sea. Con ello experimentáis una sensación de poder, sois el que manda; y en eso hay una tremenda satisfacción. Evidentemente, no es a través de todo ese proceso que se comprende la convivencia. Lo único que hay es imposición, deseo de formar a otro en el molde de vuestra idiosincrasia, de vuestro deseo, de vuestro anhelo. Todo eso impide que se comprenda la interpelación, ¿no es así?

 

Además, existe la autocrítica. El asumir una actitud critica hacia uno mismo, el criticarse, condenarse o justificarse, ¿trae acaso comprensión de uno mismo? ¿Guando empiezo a criticarme, no limito el proceso de comprender, de explorar? ¿Es que la introspección, que es una forma de autocrítica, revela el “yo’’? ¿Qué es lo que hace posible la revelación del “yo”? Ser constantemente analítico, temeroso, crítico - eso, ciertamente, no ayuda a poner nada en claro. 

 

Lo que pone de manifiesto al “yo” de modo tal que empezáis a comprenderlo, es la constante percepción del mismo sin condenación, sin identificación alguna. Ha de haber cierta espontaneidad; no podéis estar analizándolo constantemente, disciplinándolo, regulándolo. Esta espontaneidad es esencial para la comprensión. Si lo único que hago es limitar, dominar, condenar, detengo el movimiento del pensar y del sentir, ¿no es así? Es en el movimiento del pensar y del sentir que descubro, no en el simple control. Y cuando uno descubre, resulta importante saber cómo hemos de actuar al respecto. 

 

Ahora bien, si yo actúo de acuerdo con una idea, con una norma, con un ideal, encajo al “yo” en un molde determinado. En eso no hay comprensión, no hay superación. Pero si puedo observar el “yo” sin condenación alguna, sin ninguna identificación, entonces es posible ir más allá. Por eso es que todo este proceso de aproximarse a un ideal es tan enteramente erróneo. Los ideales son dioses de fabricación casera; y ajustarse a una imagen proyectada por uno mismo no es, por ciertos una liberación.

 

 

 

 

 

De modo que sólo puede haber comprensión cuando la mente percibe en silencio, cuando observa; y ello es arduo, porque nos complace el estar activos, inquietos, el criticar, condenar, justificar. Esa es toda la estructura de nuestro ser, y a través del tamiz de las ideas, prejuicios, puntos de vista, experiencias, recuerdos, tratamos de comprender. 

 

¿Será posible libertarnos de todos esos tamices, y comprender directamente? Hacemos eso, sin duda, cuando el problema es muy intenso. No pasamos por todos esos métodos: encaramos el problema directamente. Así, pues, la comprensión de la convivencia se logra tan sólo cuando ese proceso de autocrítica se comprende y la mente está serena. Si me escucháis, y si tratáis de seguir sin gran esfuerzo lo que deseo transmitir, existe una posibilidad de que nos entendamos. 

 

Pero si no hacéis más que criticar, si exponéis con énfasis vuestras opiniones, lo que habéis aprendido en los libros, lo que alguien os ha dicho, etc., entonces vosotros y yo no convivimos porque entre nosotros se alza esa mampara. Pero si todos tratamos de descubrir las ramificaciones del problema, que se hallan en el problema mismo, si todos estamos ansiosos de ir hasta el fondo del problema, de saber la verdad a su respecto, de descubrir lo que es - entonces convivimos. 

 

Entonces vuestra mente está a la vez alerta y pasiva, observando para ver lo que hay de verdadero en esto. Vuestra mente, pues, tiene que ser en extremo ágil, no debe estar anclada en ninguna idea ni ideal, en ningún criterio, en ninguna opinión que hayáis consolidado a través de vuestras propias experiencias. La comprensión llega, sin duda, cuando existe la ágil ductilidad de una mente que está pasivamente alerta. Entonces es capaz de recibir, entonces es sensible. Una mente no es sensible cuando está atestada de ideas, prejuicios, opiniones, a favor o en contra de algo.

De suerte que para comprender la interrelación, debe haber percepción alerta y pasiva la cual no destruye la convivencia. Por el contrario, ella hace que la interrelación sea mucho más vital, mucho más significativa. Entonces, en esa relación existe una posibilidad de verdadero afecto; hay una cordialidad. Una impresión de proximidad que no es mero sentimiento o sensación. 

 

Y si podemos abordarlo todo de ese modo, estar en esa clase de relación con todo, nuestros problemas serán fácilmente resueltos - los problemas de la propiedad, de la posesión. Porque nosotros somos aquello que poseemos. El hombre que posee dinero es dinero. El hombre que se identifica con la propiedad, es la propiedad, o la casa, o los muebles. 

 

De igual modo con las ideas o con las personas; y cuando hay espíritu posesivo no hay convivencia. Pero la mayoría de nosotros poseemos porque de otro modo nada tenemos. Somos cascarones vacíos si nada poseemos, si no llenamos nuestra vida con muebles, con música, con conocimientos, con esto o con aquello. Y ese cascarón hace mucho ruido, y a ese ruido le llamamos vivir; y con eso nos satisfacemos. 

 

Y cuando eso se nos desbarata, cuando se nos escapa, sentimos pena; porque entonces os descubrís tal cuales sois: cascarones vacíos sin mayor significación. Así, pues el darse cuenta del contenido total de la interrelación es acción: y de ésta surge una posibilidad de verdadera convivencia, una posibilidad de descubrir su gran hondura, su gran significación, y de saber lo que es el amor.

Pregunta: Cuando Vd. habla de “atemporalidad”, parece que quiere significar algo además de una serie de acontecimientos. El tiempo, a mi entender, es necesario para la acción, y no puedo imaginar la existencia sin una serie de acontecimientos. ¿Quiere Vd. decir, tal vez, que al conocer qué parte de uno es eterna, el tiempo ya no es un medio para llegar a un fin, o un medio de progreso?

 

 

 

 

Krishnamurti: En primer lugar, no podemos discutir qué es lo “atemporal”. Una mente que es el producto del tiempo, no puede pensar en algo que es atemporal. Porque mi mente, vuestra mente, después de todo, es un resultado del pasado, el cual es tiempo Y con ese instrumento tratamos de pensar en algo que no es del tiempo; y eso, ciertamente, no es posible. 

 

Podemos especular, escribir libros al respecto, podemos imaginárnoslo, hacer con ello toda clase de tretas; pero eso no será lo real. Así, pues, no especulemos al respecto. No hablemos siquiera de eso. Especular sobre qué es el estado atemporal, resulta absolutamente inútil, carece de sentido. Pero podemos hacer otra cosa: descubrir cómo libertar la mente de su propio pasado, de su propia autoproyección; podemos descubrir qué es lo que le da continuidad, una serie de acontecimientos como medio de progreso, como medio de comprensión, o lo que os plazca. Es visible que una cosa que continúa, tiene que decaer. 

 

Aquello que continúa no puede renovarse; solo aquello que termina puede renovarse. Para una mente limitada por un hábito o una opinión particular, o atrapada en la red de los ideales, de las creencias, de los dogmas - para esa mente no puede, por cierto, haber renovación. Ella no puede mirar la vida de un modo nuevo. Solamente cuando esas cosas han sido descartadas y la mente está libre, puede ella mirar la vida de un modo nuevo. Hay renovación, impulso creador, tan sólo cuando el pasado ha terminado, es decir, cuando ya no hay identificación que dé continuidad al “yo” y a “lo mío: “mi” propiedad, “mi” hogar, “mi” esposa, “mi” hijo, “mi” ideal, “mis” dioses, “mis” opiniones políticas. Es esta constante identificación lo que da continuidad a la serte de acontecimientos que van haciendo del “yo” algo más amplio, más grande, más noble, más digno, más inteligente, etc.

¿La vida, la existencia, es cuestión de acontecimientos sucesivos? ¿Qué entendemos por “serie de acontecimientos”? ¿Sé que estoy vivo porque recuerdo el día de ayer? ¿Sé que estoy vivo porque conozco el camino de mi casa? ¿O sé que estoy vivo porque voy a ser alguien? ¿Como sé que estoy vivo? Sólo en el presente, sin duda, sé que soy consciente ¿Es la conciencia el mero resultado de la serie de acontecimientos? Para la mayoría de nosotros lo es. 

 

Sé que estoy vivo, que soy consciente, a causa de mi pasado, de mi identificación con algo. ¿Es posible, sin ese proceso de identificación, saber que uno es consciente? ¿Y por qué es que uno se identifica? ¿Por qué me identifico a mí mismo como mi propiedad, mi nombre, mi ambición, mi progreso? ¿Por qué? ¿Y qué ocurriría si no nos identificáramos? ¿Negaría eso toda existencia? 

 

Tal vez, si no nos identificásemos, habría un campo de acción más vasto, mayor hondura de sentimiento y pensamiento. Nos identificamos porque eso nos da una sensación de estar vivos como entidades, como entes separados. Así, pues, la sensación de que uno está separado ha cobrado importancia porque mediante el estado de separación disfrutamos más; y si negamos ese estado, tememos no ser capaces de gozar, de tener placeres. 

 

Esa, sin duda, es la base del deseo de continuidad, ¿no es así? Pero también opera un proceso colectivo. Dado que el estado separativo implica mucha destrucción y otras cosas, en oposición a eso está el colectivismo, que descarta la separación individual. Pero el individuo se convierte en lo colectivo mediante otra forma de identificación, reteniendo su estado separativo, como podemos observarlo.

Mientras haya continuidad por medio de la identificación, no puede haber renovación. Sólo cuando cesa la identificación hay posibilidad de renovarse. A la mayoría de nosotros nos asusta llegar al fin. A casi todos la muerte nos causa pavor. Se han escrito innumerables libros acerca de lo que hay después de la muerte. Estamos más interesados en la muerte que en el vivir. Porque parece que con la muerte hay un fin: el fin de la identificación. Para aquello que continúa no hay ciertamente renacimiento, renovación. Sólo en morir está la renovación; y, por lo tanto, es importante morir cada minuto, no esperar morir de vejez y enfermedad. Eso significa morir para todas nuestras acumulaciones e identificaciones, para nuestras experiencias acumuladas; y eso es la verdadera sencillez no la acumulada continuidad de la identificación.

Así, pues, cuando cesa este proceso de identificación - que hace revivir la memoria y le da continuidad en el presente - entonces hay posibilidad de renacimiento, de renovación, de “creatividad”; y en esa renovación no hay continuidad. Aquello que se renueva no puede continuar. Es de instante en instante.

El interlocutor pregunta también: “¿Quiere Ud. decir, tal vez, que al conocer qué parte de uno es eterna, el tiempo ya no es un medio para llegar a un fin?” ¿Hay alguna parte de vosotros que sea eterna? Aquello en lo cual podéis pensar sigue siendo producto del pensamiento, y por lo tanto, no es eterno. 

 

Porque el pensamiento es el resultado del pasado, del tiempo. Y si postuláis algo eterno en vosotros, ya habéis pensado en ello. No estoy argumentando con astucia sobre esta cuestión. Muy bien podéis ver que lo eterno no es cosa acerca de la cual podáis pensar. No podéis progresar, no podéis evolucionar hacia lo eterno; si lo hacéis, ello es simplemente una proyección del pensamiento, y, por lo tanto, sigue estando dentro de la red del tiempo. Ese camino conduce a la ilusión, a la miseria, a toda la fealdad del engaño - lo cual nos agrada, porque la mente sólo puede funcionar dentro de lo conocido, de seguridad en seguridad, de salvaguardia en salvaguardia. 

 

No es lo eterno, si está dentro del cautiverio del tiempo; y tan pronto la mente piensa en lo eterno, ello está en el cautiverio del tiempo, y por tanto no es lo real.

De suerte que, cuando percibáis todo este proceso de identificación, cuando veáis cómo el pensamiento da continuidad a las cosas para estar en seguridad; cómo el pensador se separa del pensamiento y de ese modo adquiere seguridad - cuando veáis todo ese proceso del tiempo y lo comprendáis (no sólo verbalmente sino profundamente), cuando lo sintáis y lo experimentéis íntimamente, entonces descubriréis que ya no pensáis en lo atemporal. 

 

Entonces la mente está quieta, no sólo superficial sino profundamente, entonces llega a estar tranquila: es tranquila. Entonces hay una experiencia directa de aquello que es inconmensurable. Pero el mero hecho de especular sobre lo que es atemporal, es una pérdida de tiempo. Podríais lo mismo jugar al póker. Toda especulación la desecháis en el momento en que tenéis una experiencia directa. 

 

Y eso es lo que estamos dilucidando: cómo tener esa experiencia directa sin intervención de la mente. Pero tan pronto existe esa vivencia directa, la mente se apega a las sensaciones de la misma, y entonces desea una repetición de esa experiencia; lo que en realidad significa que la mente está interesada en la sensación, no en la vivencia. 

 

Es por eso que la mente jamás puede experimentar; sólo puede conocer sensaciones. La vivencia sólo ocurre cuando la mente no es el experimentador. Por tanto, lo eterno no puede ser conocido, ni imaginado, ni experimentado a través de la mente. Y como ése es el único instrumento que hemos cultivado, a expensas de todo lo demás, estamos perdidos cuando miramos el proceso de la mente. Tenemos que estar perdidos. Tenemos que morir para ese proceso, lo cual no es desesperación ni temor. Conoced el proceso de la mente ved lo que es; y cuando veis lo que es, el proceso termina sin coacción alguna. Sólo entonces existe una posibilidad de esa renovación que es eterna.

Pregunta: ¿Existe una laguna, un intervalo de alguna duración, entre mi percepción de algo y el que yo sea ese algo o lo realice? ¿No significa ese intervalo un ideal en un extremo y su realización en el otro, por medio de la práctica y de la técnica? Es este “cómo”, o sea el método, lo que deseamos que Ud. nos diga.

 

Krishnamurti: ¿Existe un intervalo entre la percepción y la acción? Casi todos diríamos que sí. Decimos que hay un intervalo: veo, y después actúo. Comprendo eso intelectualmente, ¿pero cómo voy a ponerlo en práctica? Veo lo que Ud. quiere decir, pero no se cómo llevarlo a efecto. ¿Es acaso necesario ese resquicio, esa laguna, ese intervalo? ¿O es que sólo nos engañamos a nosotros mismos? Cuando digo “veo”, en realidad no veo. Si veo, entonces no hay problema. 

 

Si veo algo, la acción sigue. Si veo una serpiente venenosa, no digo “veo”, y “¿cómo voy a actuar?” Actúo. Pero no vemos; y no vemos porque no deseamos ver; porque el ver es demasiado inminente, demasiado peligroso, demasiado vital. El ver trastornaría todo nuestro proceso de pensar, de vivir. Por eso decimos: “yo veo, y por favor, indíqueme cómo he de actuar”. Estáis, por lo tanto, interesados en el método, en “cómo hacerlo”, en la práctica. Por eso decimos: “veo la idea, comprendo, ¿pero cómo he de actuar? “Entonces tratamos de unir, de conectar la acción con la idea, y nos perdemos. Y buscamos métodos. Consultáis a diferentes instructores, psicólogos “gurús”, o lo que os plazca, e ingresáis a sociedades que os ayudarán a unir la acción con la idea. 

 

Ese es un método muy cómodo de vivir, un escape feliz, una manera muy respetable de evitar la acción. Y en ese proceso estamos todos apresados. Me doy cuenta de que debo ser virtuoso, de que no debo enojarme ni ser mezquino; “pero por favor, dígame cómo debo proceder”. Y ese proceso de “cómo hacerlo” se convierte en una inversión religiosa, en una explotación, y todo lo demás y viene luego; vastas propiedades, y, como bien lo sabéis, toda una serie de combinaciones. En otras palabras: no vemos y no queremos ver. Pero no decimos eso honradamente. 

 

En el momento en que admitimos eso, tenemos que actuar. Entonces sabemos que nos engañamos a nosotros mismos, lo que es muy desagradable. Decimos, pues: “Por favor, estoy aprendiendo gradualmente, todavía soy débil, no soy lo bastante fuerte; es cuestión de progreso, de evolución, de desarrollo; finalmente, llegaré”. Nunca deberíamos, pues, decir que vemos, o que percibimos, o que comprendemos; porque la mera “verbalización” no tiene sentido. 

 

No hay intervalo alguno entre ver y actuar. En el momento en que veis, actuáis. Lo hacéis cuando conducís un automóvil; si no lo hicieseis, habría peligro. Pero hemos inventado muchos modos de eludir. Hemos llegado a ser lo bastante hábiles y astutos para no cambiar radicalmente. No hay, empero, intervalo entre la percepción y la acción. Cuando veis una serpiente venenosa, reaccionáis de inmediato; la acción es instantánea. Cuando hay un intervalo, ello indica pesadez de la mente, pereza, evasión. Y esa evasión, esa pereza, se vuelve muy respetable porque todos incurrimos en ella. Buscáis, pues, un método para unir la idea a la acción, y de ese modo vivís en la ilusión. 

 

Y tal vez ello os agrade. Más para un hombre que realmente percibe, no hay problema; hay acción. No percibimos a causa de nuestros innumerables prejuicios, de nuestro desafecto, de nuestra pereza, de nuestras esperanzas de que algo lo modificará.

Así, pues, resulta obvio que el pensar en términos de idea y acción separadas, es prueba de ignorancia. Decir “yo seré algo” - el Buda, el Maestro, o lo que os plazca - es evidentemente un proceso erróneo. Lo importante es comprender lo que sois ahora; y eso no puede comprenderse si aplazáis, si mantenéis un intervalo entre el ideal y vosotros. Y como casi todos vosotros os entregáis a esa forma particular de excitación, es obvio que prestaréis escasa atención a todo esto. 

 

Las ideas jamás pueden libertar la acción; por el contrario, las ideas limitan la acción; y sólo hay acción cuando comprendo a medida que prosigo, de instante en instante, sin atarme a una u otra creencia ni a un ideal determinado que vaya a realizar. Eso es morir de instante en instante, en lo cual hay renovación. Y esa renovación resolverá el siguiente problema. Esa renovación da nueva luz, nuevo significado a todas las cosas. Y sólo puede haber renovación cuando uno se libra del resquicio, de la laguna, del intervalo, entre la idea y la acción.

Pregunta: Habla Ud. a menudo de vivir, de “vivenciar”, y, no obstante, ser como la nada. ¿Tiene esto algo que ver con la humildad, con el estar abierto a la gracia de Dios?

Krishnamurti: Ser conscientemente algo, es no ser libre. Si soy consciente de que no soy codicioso, de que he superado la ira, no estoy, ciertamente, libre de la codicia ni de la ira. La humildad es algo de lo cual no podéis ser conscientes. Cultivar la humildad es cultivar la autoexpansión en forma negativa. Es obvio, por lo tanto, que cualquier virtud deliberadamente cultivada, practicada, vivida, no es virtud. Es una forma de resistencia, una forma de autoexpansión que encierra su propio placer. Pero eso ya no es virtud. 

 

La virtud es simplemente una libertad en la que se descubre lo real. Sin virtud no puede haber libertad. La virtud no es un fin en sí misma. Ahora bien, no es posible “ser como la nada” por esfuerzo deliberado y consciente, porque entonces sería otra adquisición. La inocencia no es el resultado de un cultivo esmerado. Ser como la nada, es esencial. Así como una copa es útil solamente cuando está vacía, solo es posible recibir la gracia de Dios, o la verdad, o lo que sea, cuando uno es como la nada. ¿Es posible no ser nada en el sentido de llegar a ello? ¿Podéis lograrlo? Tal como habéis construido una casa, o acumulado dinero, ¿podéis también conseguir esto? 

 

Sentarse a meditar acerca de la nada, desechando conscientemente todas las cosas, haciéndonos receptivos, es, por cierto, una forma de resistencia, ¿verdad? Esa es una acción deliberada de la voluntad, y la voluntad es deseo; y cuando deseáis no ser nada, de antemano, ya sois algo. Por favor, ved la importancia de esto: cuando deseáis cosas positivas, sabéis que ello implica lucha dolor, y por eso las rechazáis y os decís a vosotros mismos: “ahora no seré nada”. 

 

El deseo sigue siendo el mismo, es el mismo proceso en otra dirección. La voluntad de no ser nada es como la voluntad de ser algo. De suerte que el problema no consiste en no ser nada, o en ser algo, sino en comprender el proceso íntegro del deseo: el anhelo de ser o de no ser. En ese proceso, la entidad que desea es diferente del deseo. No decís “el deseo soy yo”, sino “yo estoy deseoso de algo”. Existe por lo tanto, una separación entre el experimentador (el pensador) y la experiencia (el pensamiento). No hagáis de esto, por favor, algo metafísico y difícil. Podéis mirarlo muy sencillamente - sencillamente en el sentido de que uno puede, con cautela, hallar el modo de penetrar en ello.

Así, pues, mientras exista el deseo de no ser nada, sois algo. Y ese deseo de ser algo os divide en experimentador y experiencia; y en esas condiciones no hay posibilidad de vivencia. Porque, en el estado de vivencia, no hay experimentador ni experiencia. 

 

Cuando tenéis la vivencia de algo, no pensáis que vosotros estáis experimentando. Cuando sois realmente felices, no decís “soy feliz”. En el momento en que lo decís, la felicidad ya ha desaparecido. De suerte que nuestro problema no estriba en cómo no ser nada, lo cual, en realidad, es muy pueril, ni en cómo aprender una nueva jerga y tratar de ser esa jerga, sino en cómo entender el proceso total del deseo, del anhelo. Y él es tan sutil, tan complejo, que tenéis que abordarlo muy sencillamente, no con todos los conflictos que implica la condenación, la justificación, lo que debería ser, lo que no debería ser, cómo ha de ser destruido, cómo debe ser sublimado - todo lo cual habéis aprendido de los libros y de las organizaciones religiosas. 

 

Si podemos descartar todo eso y sólo observar en silencio el proceso del deseo, que es uno mismo - no es que vosotros experimentéis el deseo; es la vivencia del deseo - entonces veremos que nos libramos de esa ansia constante y ardiente de ser o de no ser, de devenir, de ganar, de ser el Maestro, de tener virtud, y de toda la idiotez del deseo y sus actividades. Entonces puede haber una vivencia directa, es decir, la vivencia sin el observador. Sólo entonces existe la posibilidad de ser completamente abierto, de ser como la nada; y es entonces que ocurre la recepción de lo real.

 
 

10ª Conferencia - 14 de agosto de 1949

 

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