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Relaciones sanas y asertivas.

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El combatiente social

En lo que se refiere a las causas sociales, la cosa es más compleja. Pese a que la testosterona sigue circulando por nuestras venas, y a que de vez en cuando nos guste un buen enfrentamiento con algún desconocido que nos miró mal, en el sujeto humano aparecen otros atributos (valores y principios) que modulan las viejas y aparentemente irrefrenables tendencias arcaicas. El altruismo, la amistad, el respeto, la cooperación y el sacrificio consciente por los ideales pueden oponerse, y de hecho lo hacen, a la agresión ciega e indiscriminada. Que no las promocionemos o no las usemos es otra cosa, pero el recurso existe y está disponible. La biología sólo alcanza a explicar una parte de nuestro comportamiento, pero no lo justifica. La justificación humana necesita fundamentación ética y/o moral, es decir, humanización.Tal como decía Jung: "Dejar salir el guerrero interior; para trascenderlo". Si la ausencia de ambición puede aminorar la guerra, y si el respeto permite crear las condiciones indispensables para que la agresión disminuya, ¿qué nos impide cambiar? ¿Por qué no podemos superar al mercenario?
La respuesta es simple. La cultura patriarcal glorifica y promociona una imagen agresiva distorsionada del] varón: "Si no te llega, tómalo por la fuerza". La enseñanza social no apunta a trascender al guerrero, sino a exaltarlo y mantenerlo en estado primitivo. Independientemente de la edad, la mayoría de los quehaceres cotidianos del varón giran alrededor de enfrentamientos altamente competitivos y/o destructivos. Si analizamos con detalle el contenido de ciertas películas, los juegos de vídeo, la ropa masculina, algunos deportes exclusivos para hombres, los juguetes y las modernas tiras cómicas televisadas o escritas, veremos que la apología a la violencia masculina está en pleno auge. Es una forma de mantener vivo el espíritu depredador que se supone anida en cada pequeño varón. Todavía retumban sonidos de tambores.


Aunque el valor de la violencia masculina se infiltra de muchas maneras en la mente de un niño, el ensayo y error, es decir, el aprendizaje que surge de la práctica directa y de la experiencia vivencial de crecer en el difícil mundo masculino, es el más determinante. Me refiero a la escuela de la calle. A muchos se nos han olvidado aquellos años de infancia donde teníamos que sobrevivir a una confrontación íntermasculina francamente amenazante. No importa si era feroz, cruel o sutil: ella estaba allí. Clase alta, media o baja, guerra campal o guerra fría, si no había capacidad de contraataque, estábamos psicológicamente acabados. Un buen ejemplo eran los patios de recreo. Ellos representaban el escenario donde se ejecutaban muchos de los futuros guiones de cualquier varón promedio. Era el abrebocas de lo que posiblemente ocurriría algún día afuera: el entrenamiento.


Como buen hijo de inmigrante de clase media, realicé mis estudios de primaria en la escuela pública del barrio. Todos nos conocíamos y formábamos parte de la misma "gallada", por así decirlo. Mis recuerdos de aquella época son alegres y felices, pero también están anclados en un mundillo de actividades marciales y pendencieras: burlas, alianzas estratégicas, golpes, patadas, agradar al más fuerte, explotar a los más pequeños, engatusar a los profesores, correr más rápido, saltar más alto, escaparse del colegio sin ser visto, orinar más lejos que los otros, decir groserías, tirar tizas, hacer más goles, no ser suplente en el equipo de fútbol, ganar el primer puesto, agradar al rector, en fin, la competencia en grado sumo.
Recuerdo que en el colegio había un gordo gigante llamado Linares, al cual yo temía porque había decidido mortificarme la vida. Su método de aniquilamiento era consistente y sistemático, pero con variantes. Una de ellas consistía en sentarse detrás de mí y darme papirotazos en ambas orejas. Además de que sus dedos parecían morcillas amarillentas (así es de severa la memoria), los tres o cuatro grados bajo cero de temperatura invernal ayudaban a que el dolor se congelara y me durara todo el día. La otra variante era más salvaje y directa, y por alguna razón que nunca pude entender, también estaba dirigida a mis pobres orejas. De repente y sin motivo alguno, mientras estábamos en el recreo, se abalanzaba sobre mí, me levantaba como si fuera una bolsa de basura, me llevaba detrás de unos arbustos y me ponía boca abajo en el piso. Luego se montaba a caballo sobre mi espalda, me agarraba con fuerza los lóbulos de las orejas y los estiraba sin piedad, hacia afuera, hasta producir una cortada debajo de cada una de ellas. Cuando había terminado su desalmada faena salía corriendo, muerto de la risa, junto a un flacuchento encorvado a quien le decíamos "Toro", porque parecía un pájaro. En esos instantes de tortura y humillación, el patio estaba plagado de mini enfrentamientos similares, aunque más sutiles y disimulados para evitar sanciones. Cada subgrupo estaba en su propia contienda. Algunos gritaban, unos corrían detrás de otros, un grupo saldaba cuentas y el gordo estaba encima de mí. Todo parecía tan normal como Apocalipsis Now. Eran tantas las veces que esta historia se repetía, que ya nadie nos prestaba atención. Los profesores parecían vivir en otra dimensión (sobre todo cuando nos hablaban de "la importancia del respeto" en la clase de religión) y si algún contuso se quejaba, la respuesta era típicamente masculina: "Debes valerte por ti mismo". Mi madre vivía intrigadísima por las dichosas cortaditas debajo de las orejas, pero jamás llegó a sospechar que su hijo era víctima de semejante monstruo; además, mi orgullo varonil me impedía contárselo. En fin, todas mis estrategias de supervivencia eran infructuosas, estaba atrapado y desamparado. Por fortuna para mi autoestima, la historia tuvo un final feliz. Un día, posiblemente gracias al alma bendita de mi abuela, llegó un muchacho nuevo al barrio y por lo tanto, al colegio. Se llamaba Pelozato, era un campesino rudo, alto y fornido, de piel curtida y con- manos que parecían tenazas. Se había mudado a dos casas de la mía, y luego de saborear las increíbles pizzas de mi madre, yo había logrado conquistar su amistad y especialmente su paladar. Recuerdo que en un recreo cualquiera, el gordo, como de costumbre, arremetió contra mi pobre humanidad con una mueca de placer jadeante, y con la pesadez de un tanque Shennan en cámara lenta, pero esta vez las cosas fueron distintas. Mi nuevo amigo simplemente extendió uno de sus poderosos brazos y el obeso agresor cayó de culo, con un estúpido gesto de sorpresa y el tabique de su nariz partido en dos. El milagro estaba hecho. San Pelozato comió pizzas por muchos años más. Se las había ganado
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Si cambiáramos un poco la escenografía y algunos nombres del relato anterior, no habría mucha diferencia con aquellas películas de presidiarios de los años setenta: Muerte en San Quintin, Fuga de Alcatraz o Escape de Gorgona. En la anécdota relatada está condensada gran parte de la lucha humana por la preservación de la vida, con sus maldades y sus bondades. El sadismo cruel, el honor, el odio, la complicidad, la sumisión, el oportunismo, la agresión, el terror, el interés, el altruismo y la amistad, todo formaba parte de un sistema educativo ignorante y cómplice. En este contexto, la agresión garantizaba la supervivencia, era definitivamente adaptativa e imposible de eliminar. No teníamos otra opción. Pese a que la educación ha cambiado, la estructura básica de muchos sociodramas colegiales se mantiene. Es posible que, en algunos centros educativos modernos, los antagonismos adquieran un carácter más psicológico, menos épico y más civilizado, pero el tema de la violencia competitiva sigue estando presente. Los varones siempre nos esforzamos mucho más en mostrar el lado agresivo de nuestra masculinidad, de lo que las mujeres se esfuerzan en mostrar el lado tierno de su feminidad. De la anécdota relatada está condensada gran parte de la lucha humana por la preservación de la vida, con sus maldades y sus bondades. El sadismo cruel, el honor, el odio, la complicidad, la sumisión, el oportunismo, la agresión, el terror, el interés, el altruismo y la amistad, todo formaba parte de un sistema educativo ignorante y cómplice. En este contexto, la agresión garantizaba la supervivencia, era definitivamente adaptativa e imposible de eliminar. No teníamos otra opción. Pese a que la educación ha cambiado, la estructura básica de muchos sociodramas colegiales se mantiene. Es posible que, en algunos centros educativos modernos, los antagonismos adquieran un carácter más psicológico, menos épico y más civilizado, pero el tema de la violencia competitiva sigue estando presente. Los varones siempre nos esforzamos mucho más en mostrar el lado agresivo de nuestra masculinidad, de lo que las mujeres se esfuerzan en mostrar el lado tierno de su feminidad. De manera inexplicable, creemos que la rudeza nos reafirma, pero nos destruye.

Como dije anteriormente, la nueva masculinidad no desea matar al guerrero, sino aprender a utilizarlo. La ira es una emoción indispensable para autoafirmarse en los derechos y superar obstáculos, pero mal utilizada puede ser un arma de doble filo. Cuando la ira está bien procesada se renueva en asertividad, es decir, la expresión adecuada de sentimientos negativos sin violar los derechos ajenos: decir "no", expresar desacuerdos, dar una opinión contraria, defender derechos, expresar rabia, y así. La idea no es castrar al varón y convertirlo en un eunuco falto de toda gracia masculina, sumiso y manipulable. Tampoco se trata de transformarlo en un chimpancé "inteligente", armado hasta los dientes, ensayando tiro al blanco: la clave está en aprender a discriminar cuándo se justifica y cuándo no, expresar la emoción primaria de la ira y darle paso a la consciencia, la autoobservación y los valores. Cuando la ira obra al servicio de los principios, estamos humanizando al guerrero. El estilo de vida hostil, exigente y arrogante, que instauró la típica sociedad patriarcal, desvirtuó la lucha natural por la supervivencia y decretó el abuso del poder como un valor masculino. La consecuencia de este atropello fue la inhibición violenta de toda expresión positiva emocional.
Más allá de toda transmutación posible y de cualquier intento que permita revaluar el arte de guerrear, muchos varones estamos cansados de pelear por pelear para tener que sentirnos verdaderos hombres. A más de uno, la leyenda del indomable nos tiene hartos y saturados. Ya es hora de quitarnos esa pesada y limitarte armadura, y de poner a descansar al organismo de tanta testosterona. Cuando disminuyamos los niveles de agresión, entenderemos que lleva más tiempo hacer enemigos que hacer amigos. Aunque muchos varones pendencieros se sientan tocados en su hombría, no hay alternativa: para vivir en paz, hay que bajar la guardia.


2. El control emocional y la represión de los sentimientos positivos

La posición de que el varón no siente, es insostenible, además de absurda. La cultura lleva siglos tratando de eliminar los sentimientos positivos en los hombres, pero no ha sido capaz. Por encima de todo, tal como lo muestra la historia, la sensibilidad masculina ha hecho de las suyas. Para sorpresa de muchos y muchas, el hombre ha dejado las huellas de su sentir en diversos campos de la creativi-dad humana (espiritualidad, arte, ciencia). No estoy negando la posibilidad de que el control económico y político masculino haya permitido que sobresalieran más hombres que mujeres en estas áreas, lo que simplemente estoy afirmando es que la capacidad de experimentar el afecto y emocionarse está presente en el sexo masculino. La ostentación del poder no es suficiente per se para que ocurra el fenómeno creativo: se necesita de alguien que vibre, y los hombres podemos hacerlo.
El problema del varón no es la atrofia sentimental, sino el miedo a dar rienda suelta, no selectiva, a todo el potencial afectivo con que cuenta. Como si al sentirse desbordado por la emoción se volviera más vulnerable, y por lo tanto, más atacable. Dos esquemas maladaptativos obstaculizan la comunicación afectiva masculina: "Si expreso libremente todos mis sentimientos voy a mostrarme débil y femenino, y seré rechazado", y "Si me despojo de mis defensas racionales quedaré a merced de los otros, y se aprovecharán de mí". Miedo y desconfianza en grado sumo.
En realidad, aunque la segunda creencia carece de fundamento (la gente no es tan mala), el primer pensamiento posee algo de verdad. Contrario a lo que se piensa, la literatura científica y la experiencia clínica están plagadas de casos donde a los varones no les va muy bien ciando aflojan demasiado su reserva afectiva. Las críticas llueven de lado y lado: los hombres dudan de su virilidad y las mujeres cuestionan su masculinidad. En general, los estudios sobre percepción social de la conducta afectiva masculina muestran que hay un riesgo real al rechazo. Somos demasiado suspicaces respecto a los excesos afectivos masculinos. Mientras el varón se mantenga dentro de ciertos límites, la ternura es soportada por otros hombres y casi que afrodisíaca para las mujeres, pero si se traspasa esa línea divisoria, la cosa se confunde. Veamos dos ejemplos.


Aunque pueda parecer extrañísimo, no a todas las mujeres les fascinan los hombres tiernos y cariñosos. Los motives de consulta sobre maridos puro duros y demasiad suaves son más comunes de lo podría suponerse. Una paciente, no muy contenta con el estilo afectivo de su marido, me decía: "Siempre y cuando me respete, no importa que se imponga de vez en cuando... Algo de rudeza no cae mal... Me recuerda que estoy con un hombre... Pero cuando se pone muy meloso y a todo me dice que sí, lo veo como un bobo... Me provoca sacudirlo...". Ella había logrado que el esposo asistiera a una terapia conductual para volverse" más fuerte y mandón". Con el tiempo, el indeciso señor logró asumir más o menos el papel de duro, gritar de vez en cuando, quejarse por la comida y dar algunos portazos, obviamente sin sentirlo. También comenzó a llegar tarde y a hacerse el indiferente. Ya no se despedía con un beso amoroso sino con un seco adiós desde la puerta. Si la mujer no accedía a tener relaciones sexuales, ya no mostraba la comprensión que lo había caracterizado, por el contrario, la respuesta era definitivamente más primaria, salvaje y populachera: "¡En esta casa se hace el amor con o sin usted, decida!". Dejó de tener ojos sólo para ella y aprendió a deslizar pícaramente su mirada por otros cuerpos. En fin, el marido de mi paciente decidió cambiar su estilo natural y jugar el juego del macho duro, con tal de salvar la pareja y ser aceptado por su mujer. Cuando el hombre quedó "cero kilómetro" y fue dado de alta con su flamante repertorio varonil a cuestas, mi paciente se mostró efusivamente satisfecha:"Esto sí parece un marido de verdad". No resistí la tentación de preguntarle: "¿No terne que le quede gustando el papel y se transforme realmente en un machista recalcitrante y se aproveche de usted?".

No dudó en contestar: "Tranquilo doctor, a la moda, por más que se la vista de seda, mona se queda... Si se excede, yo lo cuadro... o usted me ayuda". A ella no le interesaba demasiado un cambio real y radical en su relación de pareja, sólo quería las ventajas aparentes de un hombre fuerte, sin perder las ventajas de un hombre dominado. Una fantasía especial y muy personalizada. Lo paradójico es que muchísimas mujeres darían cualquier cosa por cambiar a su distante marido por otro más dulce, expresivo y amoroso. Como quien dice: "Dios le da pan a quien no tiene dientes".
Pero el rechazo al varón sensible no ocurre solamente en la discreción de la relación matrimonial. A veces, la metida de pata es pública y las consecuencias, francamente funestas. Hace algunos años, cuando estaba empezando carrera, fui al cine con un grupo de amigos a ver la película Campeón, que relataba una bella y triste historia de las relaciones entre un padre viudo, boxeador, y su pequeño hijo varón. Cada uno de nosotros iba acompañado de una amiga. La mía me encantaba, y aunque la relación era reciente existía una evidente atracción mutua de la cual esperaba verme beneficiado. Al apagarse las luces, ni ler-do ni perezoso le crucé el brazo y entrelazamos nuestras manos. Todo iba a las mil maravillas, hasta que me adentré en el argumento. El guión cinematográfico era de tal intensidad dramática (ya que todo hacía prever la muerte del papá y la consecuente orfandad de un niño monito, simpático y pecoso) que al cabo de un rato más de la mitad de la sala estaba con el pañuelo en la mano.
Una situación como ésta, cómoda y afín con el rol social femenino, puede convertirse en una pesadilla para un varón sensible (llorón). La tortura suele comenzar cuando una sensación de "nudo en la garganta" arremete desde adentro con el consiguiente impulso natural de lagrimear, sano y aconsejable, y una fuerza en sentido contrario infructuosamente intenta apaciguar cinco millones de años de evolución. Los diques de contención se refuerzan, se intenta tragar a toda costa, la mente piensa en cosas distintas y se esgrimen risitas tontas, mientras un clima de incomodidad e inseguridad comienza a amenazar el estatus de una supuesta masculinidad vacilante. Esta lucha interna, según mandan las costumbres, debe ser ganada por el autocontrol masculino. Por desgracia, ese día, como solía ocurrirme con cierta frecuencia, mis controles internos fallaron. Pasados algunos minutos, los mecanismos de defensa sucumbieron a la potencia avasalladora de un lloriqueo cuasi inconsolable, es decir, un llanto de esos
No obstante los argumentos que puedan darse en contra de la represión emocional, del derecho a sollozar y otros tantos, la realidad es que un muchacho universitario llorando a moco tendido, con pañuelo prestado, durante la película Campeón, un domingo a las cinco de la tarde, no suele ser visto como un buen partido ni siquiera por las feministas más avanzadas. Al terminar la película, con mi hombría seriamente cuestionada por el auditorio inmediato, además de cierta dificultad para respirar, se hicieron dos filas. En una iban los varones con la obvia alegría que produjo la terminación del suplicio, tratando de doblegar su activada emocionalidad, golpeándose, empujándose, burlándose de la película o simplemente hablando de cualquier cosa. En la otra, iban las mujeres "oji-hinchadas", los novios consolándolas, bastante más atrás... yo. Adiós conquista.


Tirarse a la palestra afectiva no siempre produce las positivas contingencias psicológicas y sociales esperadas. Por tal razón, aquellos varones dependientes de la aprobación de los demás, no están dispuestos a pagar el precio: "Reprimir mis sentimientos tiene sus ventajas". No estoy eximiendo de responsabilidad al varón, ni buscando culpables de la inhibición emocional masculina; en última instancia, es el hombre quien debe reestructurar su vida afectiva. Sólo estoy mostrando un hecho evidente: gran parte de la sociedad masculina y femenina aún no está preparada para ver un hombre efectivamente liberado. Esto lo saben muchos hombres, y se niegan a cambiar.
En los varones, el temor a expresar sus sentimientos positivos puede ser totalmente irreversible. Recuerdo a un señor de unos cuarenta y cinco años, muy interesado por su crecimiento psicológico y espiritual, que fue incapaz de decirle "te quiero" a sus padres. Cuando iba a intentarlo, en el preciso momento de expresar la frase, le sobrevenía un temblor en las piernas y una especie de espasmo le impedía toda comunicación. Incluso los ojos se le llenaban de lágrimas, pero la verbalización se bloqueaba totalmente:. Muchos de mis pacientes masculinos mejorarían ostensiblemente su relación de pareja y con las demás personas si lograran comunicarse y dar retroalimentación positiva: "Estás muy linda hoy", "Me gustas", "Te admiro", "Te felicito", "Eres una gran persona (un gran amigo o un gran colaborador)", `Te aprecio", `Te necesito". El famoso y tan añorado, "Te quiero", o el posgrado, "Te amo", brillan por su ausencia. La excusa masculina siempre es la misma: "No va conmigo", "Me siento ridículo", "Es como si estuviera en una telenovela", "En realidad nunca le han enseñado", "¿Papa qué?", y muchas más.

Las mujeres casadas con hombres afectivamente inhibidos saben a la perfección que el acto sexual es, en la práctica, el único momento donde pueden disfrutar del contacto afectivo y sentir la ternura masculina en toda su magnitud. Para muchos varones, la desnudez física es el permiso para la desnudez psicológica. Los varones debemos comprendes; de una vez por todas, que esa desnudez afectiva es el mayor estimulante para la mujer. En esos instantes, la comunicación sobrepasa los umbrales de la represión y el varón se desborda en cariño (es privado y nadie puede verlo). Por desgracia, luego de la más deliciosa y tierna intimidad, todo vuelve a la "anormalidad". El gesto cambia, las caricias se alejan, la escafandra vuelve a su sitio y el varón, que hace un insbnte enloquecía de amor y aullaba de pasión, vuelve al más lúgubre anonimato afectivo y a la misma expresión aletargada. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué volvemos al mismo esquema de constipación emocional? ¿De qué nos avergonzamos? Digámonos la verdad: en el recogimiento del lecho nupcial la mayoría nos convertimos en los más ridículos monigotes del amor, decimos "cuchi-cuchi", imitamos al gato, al pato, al oso, al Topo Giggio, hablamos como el "Guille"de Mafalda, pedimos caricias, rascamos la espalda y hasta estripamos espinillas (y los más audaces hasta se disfrazan de bebé). Creo que si una cámara escondida filmara las relaciones conyugales íntimas, muchas de las películas obtenidas no entrarían en la categoría de pornográficas, sino en la de "cómicas" y "aptas para todo publico".

Pese al lado tierno que a veces aflora, las marcas generacionales han sido brutalmente instaladas en el disco duro de la mayoría de los varones: "Los hombres no lloran", "Pareces una mujercita", "No me abraces tanto", "A los hombres no se les mima", "Si muestras tu sentimientos, verán tu lado flaco",

"Los hombres expresamos el amor de otra manera", "Si eres tierno, te ves ridículo", y así. Como veremos más adelante, la ausencia de un padre cariñoso que sirva de modelo afectivo ha creado un enorme vacío en la formación sentimental del hombre. Para un varón educado en la tradicional frialdad patriarcal, la comunicación afectiva es vista como una forma de flaqueza y desprotección. Es la caída de todas las defensas y la destrucción del mito en el cual se protegía esa férrea masculinidad temerosa de ser descubierta. Nos da miedo expresar lo bueno. Necesitamos estar seguros de no hacer el ridículo y de sentirnos aceptados para abrir la compuerta emocional positiva. Si las condiciones de seguridad no es-tán dadas, nos enconchamos. El despojo de nuestros mecanismos de defensa requiere tiempo, paciencia y altas cantidades de comprensión femenina.

3. Al rescate de la amistad masculina: cuando el varón quiere al varón


Desde el punto de vista terapéutico, es más fácil lograr que un varón exprese sus emociones a una mujer, que a un hombre. Expresar amor a otro varón es, definitivamente, una terrible amenaza para el ego masculino; y no me estoy refiriendo a otra cosa que a la pura y sencilla amistad, libre de toda connotación homosexual, viva o latente. Además del miedo típico "a que me gusten los hombres", la razón más común del freno emocional intermasculino es el miedo a la burla y a la crítica de otros hombres, es decir, a perder estatus. Los hombres somos muy severos con aquellos varones que expresan afecto de una manera demasiado efusiva.

Para un varón reprimido y duro, la exteriorización masculina del cariño es insoportable, le produce fastidio e incomodidad porque cuestiona y remueve las represiones más escondidas. Dicho de otra forma: para un varón emocionalmente constipado no hay nada peor que un varón emocionalmente liberado. Le crispa los nervios. l:n las terapias de grupo de hot7ibres, más de la mitad escapan es-candalizados cuando deben abrazar y acariciar a sus compañeros. A veces, la deserción ocurre simplemente porque deben comunicar sus estados internos a otros varones. Estamos tan acostumbrados a que nos oigan las mujeres, que cuando un varón nos abre el corazón, nos asustamos.
La posibilidad de comunicarse con otros hombres y compartir las experiencias masculinas afectivas, o de otro orden, es de una riqueza psicológica invaluable. Compartir las vivencias desde y hacia la masculinidad es una manera de incrementar el autoconocimiento y el crecimiento personal, no hacerlo es un desperdicio. Recuerdo que cerca de mi casa había un parque donde se reunían grupos de hombres mayores, ya jubilados, para conversar y tomar el sol. Para nosotros los jóvenes, presenciar esas reuniones era como un bachillerato acelerado, sin exámenes y sin censura de ningún tipo. Un laboratorio vivencial donde se reproducía la Segunda Guerra Mundial, la guerra civil española, las mejores cátedras de anatomía femenina, el problema económico del país, el fútbol, algo de ajedrez y los insultos al gobierno. Con una facilidad increíble, todo se convertía en polémico, nadie escuchaba a nadie y todos hablaban al mismo tiempo: un costurero masculino. Ese lenguaje hubiera sido chino para cualquier mujer. Pero detrás de ese "ruido", aparentemente carente de significado, se escondía el dialecto de la camaradería, el sentido de pertenencia a un club "sólo para hombres" y un espacio masculino que se hacía extensivo a la cancha de bochas, al billar o al bar de la esquina. Allí aprendíamos a jugar cartas, dados y dominó. También aprendíamos el sutil arte de hacer trampas inofensivas, a poner apodos y a cultivar una amistad que perduraría por años. Más allá de la competencia y las disputas, había un lugar donde podíamos reír del mismo chiste sin traducciones, y burlarnos de las mismas cosas sin disculparnos.


Por desgracia, se han perdido la filosofía del café y la pasión que debe acompañar toda buena conversación. Cada día somos más tímidos y cada día nos aislamos más. Es tragicómico ver cómo el alcohol logra lo que ninguna terapia es capaz de hacer. Bajo los efectos "embellecedores" de la bebida, los más rudos exponentes de la insensibilidad masculina se vuelven empalagosamente dulces e insoportablemente afectuosos, sobre todo con amigos hombres (con las mujeres la cosa es más sexual): cariños y expresiones efusivas acompañan a un "varón tomado", artificialmente liberado y descontrolado. Ya en la madrugada, algunos hasta lloran.

Conmoverse por el sufrimiento de un amigo, ayudarlo, jugársela por él, abrazarlo, expresarle amor incondicional, carcajearse y hablar, no ya de "hombre a hombre" sino de amigo a amigo, es desmontar gran parte del sofocante hipercontrol racional al que estamos acostumbrados. Los amigos posibilitan el diálogo, el chisme interior, la locura que no se permite en casa, el cuento mal contado y el secreto mal habido. Es una de las mejores maneras de desagotar la represa emocional. Con el tiempo, uno descubre que la ternura y el cariño compartido entre varones se vuelve tan natural como el juego entre dos cachorros. El hombre debe volver al hombre. Y no lo diga de manera discriminatoria sino complementaria, porque en la medida que el varón pierda el miedo al afecto masculino, se acercará más tranquilamente al amor femenino.


El conflicto afectivo con lo femenino

Sobre el amor por las mujeres y la persistente malla de tener que oponernos a ellas para definir la propia masculinidad

La vida de cualquier hombre está todo el tiempo ligada a la de la mujer. Desde el punto de vista biológico, la programación básica de la vida a nivel embrionario es femenina, nosotros le agregamos (transmitimos, forzamos o depositamos) el cromosoma "Y" que define el sexo del hombre (la identidad viene después). Si no existe esta intervención, la tendencia natural es a producir mujeres, pero si aparece el gen responsable, se produce una formación testicular masculina.
Ahora bien, el testículo fetal debe estar todo el tiempo pendiente de la evolución del embrión: un mínimo descuido puede crear un caos patológico o alguna deformidad. Durante las ocho o nueve semanas iniciales, debe haber un esfuerzo permanente para que la diferenciación del feto masculino se dé. Cuando digo esfuerzo, me refiero a un trabajo extenuarte, a una verdadera contienda con la tendencia natural a generar hembras. Tal como han sostenido infinidad de biólogos y psicólogos de diversas corrientes, al macho hay que fabricarlo, mientras que la hembra simplemente está ahí. Ella ocurre por obra y gracia de la "madre" naturaleza, es decir, si la estructura cromosómica original sigue su curso, espontánea y tranquilamente, nacerá una mujer. Sin querer pecar de fatalista, este comienzo biológico es el presagio de un derrotero que definirá gran parte de la vida posterior del varón en dos sentidos:

a) su origen femenino y

b) la oposición a esta misma génesis para definir su masculinidad.

Mientras estamos en el seno materno, el universo amniótico nos acurruca, alimenta y acaricia. Permanecemos nueve largos meses metidos dentro de una mujer, siendo totalmente uno con ella y disfrutando con intensidad del silencioso nirvana de su vientre. En él nos refugiamos, hacemos y deshacemos a nuestro antojo. En él vivimos el milagro de la vida, donde todo es beneficio y nada es inversión: el negocio perfecto. Por alguna razón aún no establecida, a los hombres la naturaleza nos privó del privilegio de brindar este paraíso interior a otros seres. Al menos biológicamente hablando, nunca podremos decir "nuestras padres" o "nuestros madres". El vientre paterno sólo existe para el padre: no es compartible ni convertible. Venimos de mujer, ésa es nuestra procedencia, y pese a que algunos lo vean como una desgracia, muchos varones aceptamos gustosos nuestro origen (aunque debo reconocer que no nos gusta demasiado pensar o hablar de ello). No hay vuelta de hoja, hasta el más insoportable machista debe reconocer que en el momento de su nacimiento, cuando pasó del éxtasis interior al ruido ensordecedor del mundo viviente, lloró, pataleó y protestó enérgicamente. Estar "en" mamá era mejor.

Pero la relación de dependencia con las mujeres continúa. El idilio prenatal adquiere una nueva forma después de dar a luz. La relación intrauterina madre-hijo se prolonga de manera extrauterina durante varios meses, en los cuales la madre sigue prodigando cuidados de todo tipo, cariños, besos y abrazos. La díada afectiva se hace ahora claramente visible. La simbiosis sigue, pero más cons-ciente de parte y parte. En el bebé ya existen formas primarias de percepción, y la mente comienza a formarse. Ya ambos pueden verse, tocarse e intercambiar placer de una forma más directa, atrevida y erótica. Sin embargo, muy a pesar de los implicados, este amorío, primario y básico para la supervivencia, se complica. En el varón se suma un nuevo ingrediente, algo que lo hará renegar y lo obligará a dar marcha atrás. Una especie de infamia ontogenética comienza a tejerse, un mal chiste del destino y una mala jugada de la vida: la identificación masculina, que a la larga no es otra cosa que una "desidentificación" femenina
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Tal como dije antes, a diferencia de lo que ocurre en el bebé de sexo femenino cuyo proceso de identificación ("yo soy una mujer") ocurre de manera natural, fluida y pasiva, el varón debe hacer un giro de l80) grados, frenar el proceso de identificación en el que venía y reconocer a regañadientes que aquello que lo contempló, lo colmó de dicha y le dio tanto amor, es de otro planeta o, al menos, no es como él. Debe renunciar a la mayor fuente de placer conocida, alejarse intempestivamente y comenzar a desligarse de un "yo" mal habido y de una autopercepción afectiva mal construida; como el cuento de la leona criada con ovejas que un buen día, al mirarse en un lago, descubre que no es igual a sus congéneres, sino distinta, de otra raza o casi de otra especie. Aunque no tenemos forma de saberlo, me imagino que el impacto para un niño debe ser terrible, más aún si consideramos la ausencia del otro patrón de identificación: la figura masculina del padre. Si al niño le diera por preguntar: "Está bien, no soy esto, pero entonces, ¿qué soy?", la respuesta lógica, aunque algo indeterminada, debería ser: "Eres un varón". Y si acaso el supuesto niño volviera a preguntar: "¿Y qué es un varón?", más de un padre saldría corriendo.

La identidad de los humanos, es decir, el autorreconocimiento personal, ocurre mediante un principio que se conoce con el nombre de "fenómeno de mirarse al espejo". Nos autodefinimos en la medida que nos vemos en relación con los otros. Cuando el niño descubre atónito que se estaba mirando en el espejo equivocado, debe comenzar a distanciarse mental y afectivamente, y debe mirar para otro lado: buscar otro espejo. Esta ruptura de género con la fuente primaria, es decir, la mamá, requiere de una reacción antagónica y un oposición activa. Aunque no nos guste demasiado, la naturaleza obró así: la masculinidad Comienza a definirse por el desprendimiento de lo femenino. Mientras que en el proceso de identificación femenino, la cercanía afectiva y la relación con su fuente de alimentación y cuidado fortalece la concordancia de género, en el hombre es al revés. Al varón, la correspondencia de la propia identidad no le viene dada, debe trabajar para obtenerla. Debe tratar de hallar un punto medio donde no se retire demasiado, lo cual sería poco recomendable para su posterior vida afectiva (odio o indiferencia a las mujeres), ni tampoco debe quedar atrapado en un vínculo infantil, lo cual sería catastrófico (afeminamiento o complejo de Peter Pan). Este proceso de mantener a raya a la mujer para poder encontrar su propia identidad, genera un desgaste enorme de energía en los varones, además de angustia, culpa, odio y amor, mezclados y agitados. Pero la cosa no termina aquí.
Hacia los dos o tres años, tanto los ni
ños como las niñas intentan la separación de género; los juegos son distintos y se prefieren amiguitos del mismo sexo. Los muchachitos parecen desarrollar cierta fobia a las niñas, y éstas, cierto pesar por la "bobada" masculina. Los muchachitos, antes de entrar en la preadolescencia, pueden llegar a tener verdaderas pesadillas sobre la posibilidad de ser una niña enmascarada, o lo que es lo mismo, una niña en el cuerpo de un niño. El mayor terror y el peor insulto para un muchacho de esa edad es que le digan niña.

Sin el menor ánimo de parecer víctimas y ateniéndome exclusiva y objetivamente al desarrollo psicológico-afectivo masculino: ¡qué ajetreo tan agotador éste de ser varón! Primero, en lo embrionario, debemos agregar una "Y" que solamente poseemos los varones y que no parece estar programada de manera tan natural por la biología. Después, la desilusión y la cruel aceptación de que no se es mujer, es decir, soy una especie de marciano. Más tarde, cuando la cosa parece estar tranquila, nos sobreviene un trastorno obsesivo no registrado aún por la psiquiatría: "Para ser varones debemos diferenciarnos de las niñas", más aún, cuanto menos nos parezcamos, más hombres seremos. En vez de aprender a ser varones reafirmando lo que tenemos que hacer, lo aprendemos por defecto, es decir, por lo que no tenemos que hacer. Para rematar la cosa, durante casi toda la vida a muchos varones les asalta el pavoroso miedo, algunos dicen que la duda, de ser homosexuales. O sea, además de todo lo anterior, también hay que cuidarse de ser homosexual (nuevamente oponerse) y, como es obvio, hay que diferenciarse de ellos. ¡Qué falta hace un papá!
En cierta ocasión fui invitado por una asociación de mujeres para hablar sobre este tema. Cuando terminé de explicar el problema de la identificación masculina, la mitad de las asistentes tenían los ojos llorosos, y la otra mitad mostraba un claro sentimiento de compasión y pesar: "Pobres... Lo que les toca sufrir...". En verdad, no supe si debía agradecer el gesto o deprimirme con ellas.

Es apenas natural que en este contexto de búsqueda de lo viril, la gran mayoría de los hombres adquiera el vicio, generalmente no consciente, de tener que estar todo el tiempo mostrando que son verdaderos varones. La masculinidad es mucho más irllportante para nosotros, de lo que la feminidad es para las mujeres. Realmente, equivocamos el camino. Podríamos orientar nuestras energías fundamentales a descubrirnos a nosotros mismos, sin definir tantos territorios y linderos inútiles con lo femenino. El absurdo está planteado así y mantenido por siglos: en los varones, la masculinidad depende de cómo se resuelva la feminidad. Ridículo en grado sumo. El desatino está, precisamente, en que no hay nada que resolver. Es posible que no tengamos mucho que hacer en lo embrionario, pero sí podríamos mejorar la manera como la cultura administra los procesos infantiles de identificación masculina. También podríamos crear nuevos métodos educativos para la socialización de niños varones, reestructurar la concepción que los adolescentes tienen de las mujeres, y trabajar activamente para vencer el miedo a la expresión de sentimientos positivos. En fin, hay mucho por hacer, si en verdad existiera la motivación.

Esta insistente arremetida contra lo femenino comienza a suavizarse cuando; hacemos un descubrimiento desconcertante, y casi que traidor a la causa: ¡las mujeres nos dejan de parecer horribles y además, nos gustan! „Dios mío... ¿Cómo es posible?... Ellas me gustan...", exclamaba seriamente preocupado un paciente varón de doce años, sorprendido de sí mismo. Este hallazgo es tan estremecedor y avergonzante, que suele ser mantenido en secreto por algún tiempo, hasta que alguien más valiente sea capaz de comentarlo en el grupo de referencia. Así, descubrimos que por fortuna no somos los únicos. En verdad, cualquier muchacho aquejado de enamoramiento siente el más grande alivio al ver que sus compañeros de género están en las mismas y, como suele ocurrir, hasta el más duro de la barra está "afectado". Como una epidemia de origen desconocido, los temibles combatientes antifeministas van deponiendo las armas y entregándose mansamente, uno a uno, al enemigo. Un contrincante mucho más poderoso, en apariencia pasivo y supremamente encantador, que no perdona.

Junto al virus afectivo que nos revuelca sin remedio en el amor adolescente, en el varón se hace evidente una nueva fuerza con el vigor de mil soles, punzante y demoledora, que definirá gran parte de la existencia masculina posterior, y de la que hablaré en la tercera parte del libro: la atracción sexual. Esta nueva energía termina de hacer añicos esos años de "protesta viril", como los llamaba Adler, y la balanza definitivamente comienza a inclinarse. Las paradojas de la vida: tanta repulsa, tanta negación por lo femenino, para regresar a ellas. Del destete, al "tete". El retorno a la mujer y la aparente conciliación con el otro sexo, deja expuesto de una vez por todas el conflicto básico del varón, el dilema atracción-repulsión hacia lo femenino, que guiará y determinará gran parte de su futura vida amorosa.
Aunque hay muchísimos estilos afectivos masculinos, y aunque algunos pueden llegar a superponerse para crear subtipos, señalaré los que considero más importantes frente al impedimento que genera la oposición a lo femenino. Según como se intente resolver este conflicto básico, serán las formas de relacionarse afectivamente: muy rca, malo; muy lejos, también. Los que no son capaces de alejarse lo suficiente del vínculo maternal inicial, permanecen en una relación infantil y/o culpable. Los que se distancian demasiado, pueden oponerse al amor femenino con indiferencia y/o agresión. Los que logran reestructurar un buen punto de equilibrio, alcanzan a reconciliarse con ellos mismos y con el amor femenino. Dejaré al hombre conquistador compulsivo, al que sufre de "donjuanismo", para el apartado de la infidelidad.

1. El hombre apegado-inmaduro

Este hombre no ha logrado desarrollar su virilidad. Es un varón altamente dependiente y todavía agarrado al cordón umbilical. Quedó apresado en la relación maternal y no logra separarse del vínculo y traspasar la frontera de la autonomía. Por lo general, es el típico hombre incompleto, débil, aniñado y posiblemente afeminado. El rasgo principal está en el apego y en el miedo a ser varón. Asumir su identidad masculina le produce pánico, porque deberá alejarse de sus señales de seguridad. Este tipo de hombre no sabe ni puede amar, porque está demasiado concentrado en sí mismo, en sobrevivir y en ser amado. Es un narcisista egocéntrico, pero no por convencimiento sino por inmadurez afectiva. Al resolver el conflicto a favor de la madre, el estancamiento le impide el desarrollo de una identificación normal con su rol masculino. Lo que verdaderamente necesita es una nodriza, alguien que se haga cargo de él y lo asista. Un hombre así, es un niño grande que se niega a crecer, un Pantagruel afectivo que ya no puede desarrollarse en ningún sentido: ni para afuera, ni para adentro.

Cuando el hombre apegado-inmaduro siente que el sustento afectivo se debilita, es decir, cuando prevé el distanciamiento, entonces activa la estrategia retentiva del niño, la cual consiste en agarrarse desesperadamente de la mamá como si se tratara de una prolongación de su ser: "¡Mi mamá es mía!"," ¡Váyase!","¡No la toque!". En estos hombres empieza a funcionar una forma especial de celos cuando sienten, real o imaginariamente, que están perdiendo la seguridad que les brinda su pareja. Entonces persiguen, vigilan, recogen pistas, registran, se ofenden, agreden y/o alejan a todo ser que pueda robarles o distraer la atención de la mamá-mujer. Este tipo de celos es la manifestación más primaria del apego. La posesión se convierte aquí en la manera de apoderarse a la fuerza de la fuente de seguridad, y de garantizar el suministro necesario de confianza para seguir sobreviviendo en el regazo materno. La motivación básica del celoso-apegado-inmaduro no es rescatar el ego lastimado (como el machista), ni defenderse del engaño (como el paranoide), sino evitar enfrentar la realidad de la propia identificación. Cuando la cosa se pone grave, estamos ante la tristemente célebre celotipia, una enfermedad que requiere de ayuda profesional.
Si su pareja es extremadamente maternal, la combinación es mortal e incestuosa, aunque compatible. Algunas mujeres, encartadas con este tipo de relaciones, crean un cierto reto personal, y movidas por un optimismo francamente desbordante, intentan enseñarle al grandulón a ser adulto, es decir, a ser varón: otra vez lo maternal. Esta noble cruzada termina, evidentemente, coartando aún más la poca autonomía masculina que puede haber existido, y agregando más dependencia a la relación. El peligro radica en que el apego, aunque no lo parezca, es contagioso. Entonces el resultado suele ser un doble apego, simbiótico, fuera de lugar y a destiempo. Ella adopta al bebé.

2. El hombre culpable-sumiso

Este tipo de varones hace un jugada mental supremamente autodestructiva. No contentos con los avatares y la complejidad del proceso de ser hombre, deciden echarse al hombro una nueva carga: la culpa. Como si el inconsciente se reprochara a sí mismo: "Para ser hombre tuve que renegar de mi madre y traicionar su amor". Un Judas afectivo de la peor calaña. Negar a Jesús fue algo espantoso, pero negar a la madre es una monstruosidad genética.
Estos hombres muestran una actitud reverencial y servicial para con las mujeres, realmente sospechosa. A ellas obviamente les encanta que sean atentos, amables y buenos anfitriones, que les den la razón en cualquier controversia, que se muestren abiertamente feministas y que pidan disculpas todo el día. Pero esta seducción no es buena educación sino un acto de compensación, un tipo de in-demnización. Si pudieran devolverse en el tiempo, serían transexuales, o al menos, solterones empedernidos. Cuando oigo:`Tu marido es un santo de canonizar", de inmediato me pregunto: "¿Qué tipo de santo será, virtuoso o culpase?". Ser bondadoso y conciliador por vocación es algo respetable, pero ser sumiso por necesidad, es lamentable.

Estos hombres muestran un aparente amor incondicional por sus mujeres y una tolerancia sin límites, que no es otra cosa que la penitencia auto impuesta para reparar el supuesto daño afectivo original de separarse de la madre, que trasciende la pareja y se hace extensivo al sexo femenino en su totalidad. Reivindicarse frente a las mujeres del mundo puede ser bastante agotador. Además, por pura estadística, a más de una dama puede parecerle atractiva la idea de someter de vez en cuando a su pareja; después de todo, él lo quiere así y parece disfrutarlo. El hombre culpable-sumiso se siente internamente miserable y sin derecho a un amor respetable, y por tal razón el castigo suele convertirse en fuente de placer. Por donde se mire, es malo y contraproducente. Estos hombres aceptan complacidos el maltrato. Verlos en acción es desagradable hasta para las mismas mujeres.

Hace poco me tocó presenciar una de estas autolaceraciones públicas en un grupo de amigos. El hombre en cuestión debía traer unas medicinas para su suegra, pero debido a un problema laboral imprevisto llegó bastante retrasado a la comida en su propia casa. La verdad sea dicha, en general había sido un hombre muy puntual y juicioso (su mujer siempre sabía dónde estaba), pero esta vez se había retrasado. Cuando llegó, ya todas las parejas invitadas estábamos cómodamente instaladas, saboreando un delicioso aperitivo y tratando de calmar a su mujer, quien fumaba y bufaba al mismo tiempo. Al verlo entrar, sin mediar saludo de ningún tipo, le gritó a pulmón lleno: "¡Te dignaste a venir!". Él se limitó a esbozar una sonrisita lamentable. Ella se le acercó con paso firme, en verdad parecía un escuadrón de la policía montada del Canadá, le arrancó el paquete de medicinas y literalmente le gruñó. Él se quitó el saco, se aflojó la corbata, que en esos momentos más parecía una soga al cuello, pidió disculpas por llegar tarde y se dejó caer pesadamente, por pura gravedad, en un sillón enorme y mullido que casi se lo traga. Sentado ahí se veía como un niñito regañado y acongojado, lo cual se notaba más por la insistencia en buscar permanentemente la mirada de su malencarada mujer, para ser absuelto.

Al cabo de un rato, cuando por suerte el clima y la temperatura ambiente parecían mejorar, mi amigo tuvo la mala suerte de tumbar y romper una botella de Chivas 24 años, regando el preciado líquido sobre una bellísima y pálida alfombra persa sin muchos arabescos. El accidente, debo ser sincero, me dolió más por el desperdicio del contenido que por el tapete. A la dueña de casa, como es obvio, le pareció al revés. Volvió a gruñir, esta vez con un sonido similar a un elefante marino, y soltó una frase que logró transformar nuestras expresiones en muecas: "¡Calvo huevón, usted no sirve para nada!". No fue precisamente una expresión muy poética, ni ejemplo de la mejor diplomacia, pero por encima de todo, fue humillante. Todas nuestras miradas, como ocurre con el público asistente a un importante partido de tenis, buscamos al unísono los ojos de nuestro infortunado amigo, los cuales estaban más achinados, rojos y chiquitos que de costumbre. Luego, otra vez al unísono, dirigimos la mirada hacia ella esperando algún tipo de rectificación, pero se reafirmó en lo dicho, sin hablar. Entonces, todos nos paramos al tiempo, como impulsados por algún resorte invisible, para colaborar de alguna manera en el accidente, hacer un break y des-congelar el cuadro de tragedia. Él, luego de semejante insulto, obviamente se mostró un poco más adusto y serio, pero en realidad estaba más dolido que ofendido. Con el transcurrir de la noche, ante la insistente indiferencia de ella, no aguantó más y en un acto de expiación sin precedentes, le pidió disculpas públicamente y un beso para hacer las paces, a lo cual ella accedió de mala gana.

Aunque algunos elogiaron la nobleza del varón arrepentido y su acto de contrición, la mayoría de los comensales, hombres y mujeres, intercambiamos un acuerdo implícito, muy gestual y secreto, de no aprobación. Lo interesante del relato es que la bravura de nuestra amiga anfitriona sólo hace aparición con su pareja. Con otras personas es una mujer tierna, amable y tolerante. Algo similar ocurrió con la primera esposa de mi buen amigo, y con la mayoría de las mujeres que le conocí a lo largo de su vida: al cabo de un tiempo, todas mostraban el mismo patrón agresivo. Él se encargaba de que fuera así.

El varón culposo coloca su cabeza en el cadalso y dice: "Si me amas de verdad, destrúyeme y así podré amarte", pero el amor, por definición, es ausencia de destrucción. El amor sincero es energía creativa. Intervenir en este suicidio afectivo es supremalriente dañino para cualquier mujer, porque desvirtúa la verdadera esencia del amor y compromete, no solo la salud mental de la víctima, sino también la del verdugo. Parafraseando a Erich Fromm: "El amor es la expresión de la illtirjiidad entre dos seres humanos, siempre y cuando se preserve la integridad de cada uno" (las negrillas son mías).


3. El hombre esquizoide-ermitaño

Este hombre se caracteriza por un estado afectivo plano generalizado, pero especialmente con las mujeres: ni deseo, ni amor. El esquizoide-ermitaño, hasta la edad adulta se mantuvo con firmeza en la oposición a lo femenino, y solucionó el conflicto atracción-repulsión con la mujer mediante el distanciamiento. No hay mayor alejamiento afectivo que la indiferencia: "Ellas no existen", "Puedo vivir sin ellas" o simplemente, "No me importan". No es autonomía ni sana independencia, sino desconexión emocional y sexual. Muchas mujeres son víctimas de estos hombres "disociados "que no parecen responder a ningún tipo de seducción y provocación, como si fueran de plástico. Ermitaños del amos; temerosos de que la mujer los arrastre y los despersonalice, se atrincheran en una soledad afectiva ilimitada. Un paciente con estas características describía así su tortuoso sentimiento hacia lo femenino: "No nos engañemos, doctor... Como hombre, usted alguna vez debe haber tenido la sensación espantosa de ser succionado, aspirado hacia ellas... ¿Qué puede haber más parecido a la muerte que las cavernarias y gelatinosas paredes de un vientre o una vagina?". Le respondí que mi visión de las mujeres no era tan sombría, ya que lasasociaba más con la vida que con la muerte. Él, como si se tratara de un terapeuta experimentado, durante varias citas intentó convencerme sobre la existencia de ese lado femenino oscuro y pernicioso, afortunadamente sin éxito.


Estos hombres ausentes tomaron muy a pecho las consignas antifeministas del desarrollo masculino, y las internalizaron para el resto de sus días. Mataron el amor y se suicidaron en el intento. El síndrome del ermitaño es peligroso para muchas mujeres sedientas de amor, porque estos hombres no dan indicación, ni sugieren, ni ponen sobre aviso a la parte interesada sobre su inca-pacidad de amar: sencillamente no les importa. Frente a esta incompetencia afectiva, no hay nada que hacer. La mujer debe retirarse y olvidarse del asunto. El desinterés es la más cruel y silenciosa de las armas para destruir la autoestima de cualquiera. Una mujer víctima de un hombre así, me decía: "No entiendo, doctor, por qué me trata mal... He sido cariñosa y amable... No me habla ni me determina... Es como si le estorbara y me tuviera fastidio... Quiero entender...". Le dije que no había nada que comprender. Él era peligroso y ella debía alejarse: "Para poder entenderlo deberías sufrir de su misma enfermedad, pero si la tuvieras, no te interesaría nada de él, porque estarías en una especie de limbo afectivo... Él no puede dar más...Ya no sabe cómo hacerlo, se le olvidó... U quizá nunca lo supo... ¿No crees que mereces algo mejor?... Alguien que realmente te ame sin tantas complicaciones... Te has convertido en la traductora de su intrincado mundo emocional... Recogiendo pistas, analizando, infiriendo.. .Y mientras tanto, ¿dónde está el amor?...Tu relación se ha vuelto un problema para resolver y no algo para disfrutar... Nada de lo que hagas lo hará cambiar... Eres mujer, y por ese solo hecho estás en el polo opuesto de su existencia... Aléjate de él... Sálvate...". Al cabo de unas semanas de trabajo intenso, así lo hizo.


4. El hombre agresivo-destructor


Pese a que los disparadores de la agresión masculina son variados (por ejemplo insatisfacción sexual, estrés crónico, desorden antisocial de la personalidad, abuso de sustancias), existe una violencia que se circunscribe principalmente a la relación afectiva. En el hombre agresivo-destructor la motivación principal del alejamiento femenino es el odio. La agresión manifestada por estos varones no es pasiva como en el esquizoide, sino activa y directa. El conflicto latente con lo femenino se manifiesta en múltiples y violentas rupturas con la mujer de turno. Hay un profundo rencor y una marcada incapacidad de perdonar a las mujeres. Ellas siempre son vistas como malas, manipuladoras, explotadoras y poco confiables, pero contradictoriamente, deseables. Este hombre no puede amar porque sus energías están concentradas en procesar una ira que ensombrece el amor, lo oculta y lo eclipsa. Su clave, ojo por ojo; su norma, la ley del más fuerte; su motor, la desconfianza. El dilema queda planteado así:"Me alejo con dolor y me acerco con rabia","No te perdono, pero te necesito".

Como es obvio, suelen ser furibundos machistas y mostrar abierta subestimación por lo femenino, pero no con la apatía y la displicencia que caracteriza a los esquizoidesermitaños, sino con brutalidad. En estos varones, la ambivalencia frente al sexo opuesto está especialmente resaltada: odian a la mujer y al mismo tiempo la desean con intensidad; precisamente es esto 10 que no pueden perdonarse a sí mismos. En cierto sentido, cuando atacan a sus parejas se están autocastigando por débiles, por no tener la valentía de proclamar su independencia de una vez por todas y de ser consecuentes con el rechazo que sienten por ellas. La mejor opción para las mujeres víctimas de esta violencia masculina, es escapar, tan rápidamente como en el caso de los ermitaños, pero muchísimo más lejos.
Cuando hablo de violencia no me refiero sólo a la agresión física, deplorable y demandable, sino a la psicológica, no siempre demandable y tanto o más peligrosa que la anterior. El odio puede manifestarse como menosprecio, falta de admiración, rechazos afectivos, críticas permanentes, poca amabilidad, insensibilidad por el dolor del otro, burlas y otras formas de no aceptación. El irrespeto psicológico no deja marcas visibles, pero es el que más duele. Si alguna mujer intenta valientemente sanar el odio de un varón así, saldrá muy mal librada. El hombre agresivo-des-tructor es como un incendio que se aviva con el agua: a más amor y comprensión, más rencor. Un estos casos, con el amor no basta.
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